Dar a nuestros hijos la ayuda justa

Dar a nuestros hijos la ayuda justa

 

Ayudar a nuestros hijos a ser autónomos

Dar ayuda es un impulso básico de muchos seres humanos. Tiene una vertiente personal que se define desde la satisfacción y otra social que se describe desde la tendencia altruista. Como ya nos confirmó hace varias décadas Richard Dawkins en “El gen egoísta”, ambas son las dos caras de la misma moneda. Cuando nos sacrificamos por alguien o algo, las consecuencias derivan en una actitud altruista que es inseparable de nuestro propio sentimiento de satisfacción, incrementado por lo mal que nos sentiríamos si nuestra acción hubiese ido en sentido contrario (omitir un ayuda que podemos dar). Nos sentimos bien cuando damos ayuda; nos sentiríamos mal si no lo hiciéramos.

Esta descripción puede formar parte de la dinámica de cualquier relación afectiva, como puede ser la de padres e hijos. Como padres, estamos dispuestos en todo momento, lugar y circunstancia a dar lo imposible a nuestros hijos, por razones fundamentalmente afectivas que nos impiden, a su vez, negarles ayuda por el malestar y la inquina que conllevaría para nuestra autoestima como padres, incluso aunque la ayuda que les estamos dando no sea del todo conveniente.

Cuando unos padres vienen a la consulta describiendo las dificultades que muestra su hijo para organizarse, planificarse el estudio, responsabilizarse de sus deberes… generalmente también nos describen las innumerables veces que han de reiterarles lo que tienen que hacer, cómo han de quedarse a su lado mientras hace los deberes “porque si no, no trabaja solo”, las notas de la agenda en las que el profesor se dirige a los padres reiterándoles la falta de motivación de su hijo…

Son muchos los signos que pueden dirigirnos a establecer un patrón de conducta desorganizada que en muchos casos se origina en una inmadurez neurológica de carácter evolutivo (es decir, el tiempo y la experiencia contribuyen a suavizarla) y que no es patológica. Sin embargo, en el intento de instaurar conductas “correctas”, las familias comienzan “ayudando” a sus hijos desde muy temprana edad a hacer las tareas que deben y pueden aprender a hacer solos. De esta manera, no es difícil encontrar en la consulta niños que muestran dificultades importantes para ponerse manos a la obra con sus deberes, estudiar para un examen o incluso responderlo con una planificación adecuada que conlleve unos resultados proporcionales al esfuerzo cognitivo que ha requerido su preparación, si no hay en esos momentos un adulto que medie su actividad. Poco a poco, y en ausencia de un auténtico trastorno de tipo disejecutivo, estos niños y niñas no son capaces de realizar sus tareas de forma autónoma, responsabilizarse de su cooperación en el hogar o incluso tomar decisiones, lo cual configura un perfil básicamente inseguro y con alteraciones emocionales que afectan al autoconcepto y la autoestima.

Cuando comenzamos a trabajar en su reeducación, una de las primeras preguntas que hacemos a los padres es: “¿Hasta qué punto podríais encajar la posibilidad de que vuestro hijo fracase (en un examen, generalmente, dado que son los suspensos los que suelen traer a estos niños a consulta)?” Solo si los padres pueden tolerar la frustración de que su hijo comience a fracasar para poder aprender estaremos en el camino adecuado y la familia estará preparada para colaborar.

En definitiva:

Cuando ayudamos a otra persona de forma reiterada le estamos enviando dos mensajes contradictorios. Uno es: “Estoy contigo, te quiero y me preocupo por ti; lo haremos entre los dos y todo saldrá bien”. El otro: “Menos mal que estoy aquí, pues tú solo no serías capaz de hacerlo”. No puede haber más palabras para explicar que el exceso de ayuda incapacita.

Por eso, nuestra recomendación es:

  • Sopesemos siempre las ayudas posibles: no demos la ayuda hasta que no sea absolutamente necesario y en la cantidad mínima indispensable.
  • Indiquemos a nuestro hijo que estaremos cerca por si tiene alguna duda, manteniéndonos a ser posible a distancia, en otra habitación, realizando nuestras propias tareas y no “esperando” a que nos reclame.
  • Evitemos la actitud de revisión mientras realiza la tarea; dejarlo para el final y solo si el niño lo solicita. No olvidemos la labor de corrección en el aula que regula el docente.

Las consecuencias de la realización incorrecta de una tarea pueden ser muy positivas; no solo son oportunidades para aprender a hacerla mejor, sino que ayudan a mejorar y aumentar la motivación intrínseca: el niño, progresivamente, pasará de hacer las tareas para evitar que los adultos le reprochen su desidia, para huir de un castigo o para obtener un premio, a realizarlas por la satisfacción que le reportan a él.

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