La denominación diagnóstica de los perfiles de funcionamiento atípico de las personas sirve, innegablemente, a los intentos de consenso de la comunidad científica por desarrollar y emplear términos rigurosos que describan perfiles patológicos con el fin tanto de acordar programas terapéuticos como de saber en todo momento a qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de un cuadro o síndrome concreto.
Este “etiquetado”, sumamente útil en términos profesionales para unificar criterios, en la práctica profesional nos puede llevar a situaciones de bajo contenido ético: niños con perfiles de funcionamiento alterados pero que pueden compensar con un buen entrenamiento son tratados como “enfermos”. Esto no solo puede conducir a una mala práctica clínica, sino que vulnera sobradamente los derechos fundamentales de la infancia:
- No es infrecuente recibir pacientes infantiles cuyas familias consiguen apoyos escolares, médicos económicos… bajo la tutela de un diagnóstico equivocado, no revisado o incluso inexistente pero que satisface a familia y administración pública porque desempeña una función “tranquilizadora”.
- Tampoco lo es recibir otras familias cuyo hijo, con un perfil funcional claramente alterado, de retraso o de trastorno, no recibe las ayudas necesarias porque no se produce un consenso diagnóstico entre profesionales o simplemente se rechaza la posibilidad de que el niño padezca una patología del tipo que sea.
Vamos a encontrarnos, pues, en una de ambas situaciones con bastante frecuencia, razón suficiente para que nuestro conocimiento de los criterios diagnósticos y nuestro tratamiento personal y profesional de pacientes y familias sea lo más ético posible y se oriente a favorecer la adaptación del niño, la familia y el entorno (centro escolar prioritariamente) bajo parámetros de realidad, utilidad, eficacia y eficiencia.
Cuando recibimos un nuevo paciente infantil en la consulta, será frecuente, por tanto:
- que venga ya “acompañado” de un diagnóstico.
- que la familia, desorientada, solicite que a las dificultades que presenta su hijo se le ponga un nombre. La pregunta más frecuente será: “¿Qué es lo que tiene?”
Una respuesta “rápida” a dicha cuestión sería confirmar que efectivamente el niño “tiene” algo, y, por tanto, priorizar lo que tiene (TDAH, TEA…) en relación a quien es (María, Luis…). Por ello, siempre que es posible, oriento a las familias a:
- conocer en profundidad el perfil cognitivo, emocional y adaptativo de su hijo,
- encontrar sus puntos fuertes y débiles,
- compensarlos en una intervención terapéutica,
- enfocarnos en pos de objetivos que el niño esté en condiciones de conseguir en relación con su edad madurativa y las exigencias ambientales,
- y finalmente indicarles la compatibilidad del perfil con un diagnóstico concreto y siempre revisable: no olvidemos que el niño, por definición, siempre está evolucionando; con él lo harán sus capacidades y, por tanto, su “diagnóstico”.
No obstante, los padres persisten en ese conocimiento porque el hecho de otorgar un diagnóstico tranquiliza a las familias: bajo la óptica del diagnóstico, pasa de ser un niño con un problema —que desborda a los padres por sus intentos fallidos de solucionarlo— a un niño enfermo (tiene un trastorno, tiene un retraso…), con lo cual el nivel de indefensión y autoculpabilización de los padres desciende. Esto, por otro lado, tiene también sus implicaciones positivas en la familia, porque se reduce el nivel de tensión asociado a las dificultades, pero en ocasiones es susceptible de incapacitar aún más al niño, pues el nivel de exigencia puede descender y aumentar la sobreprotección.
Si a los niños con alteraciones o trastornos se les percibe solo bajo la influencia de la etiqueta diagnóstica —por rigurosa que sea— les estamos impidiendo la exposición a sucesos y situaciones “naturales” que faciliten la plasticidad cerebral y, por tanto, los procesos rehabilitadores que han de potenciar sus habilidades y aptitudes. Priorizar la etiqueta diagnóstica por encima del niño conlleva subestimar la importancia que tiene el ambiente y la integración normalizada de la persona en su día a día tanto familiar como escolar o social.
Por otro lado, el atribuir una etiqueta diagnóstica facilita en algunas ocasiones que el niño, paradójicamente, no reciba los apoyos necesarios dado que el entorno achaca su comportamiento solo a su trastorno y por tanto no emplea ningún otro medio para corregir o adaptar conductas: dada su enfermedad, es “lógico” lo que el niño haga y no podremos hacer nada por él, creencia que puede llevar a dejar al niño a su suerte en momentos cruciales para su desarrollo.
Por tanto, es necesario apoyar con conciencia de lo que queremos conseguir: tan perjudicial será un apoyo escaso como un exceso del mismo. Y una de las razones del posible desequilibrio puede estar en la “concepción” del niño que la etiqueta diagnóstica nos aporte y del significado que le otorguemos. Usemos los diagnósticos sin abusar de ellos.