“Tengo un amigo al que hace tiempo que nos cuesta sacarlo de casa. Últimamente
está faltando a clase y ha dejado de lado algunas asignaturas. No parece importarle
la proximidad de los exámenes, es como si se hubiera dado por vencido antes de
tiempo. A veces no contesta nuestras llamadas y mensajes, y sus respuestas son
escuetas e incluso inexistentes. Suele comentar que está cansado, pero duerme
mal. Se queja de falta de concentración y de que se le olvidan las cosas
importantes. Se pone delante del televisor y no consigue interesarse ni por lo que
más le gusta: el buen cine. Sus amigos, por más que le insistimos y le invitamos a
alguna que otra juerguecita, no conseguimos que se anime. Le recordamos lo
afortunado que es: tiene una familia que le apoya, sus amigos estamos pendientes
de él, no le falta de nada y le sobra casi de todo… Y ni así es capaz de darse cuenta
de lo que se pierde.”
Estos esfuerzos, muy humanos, no sirven a este chico para superar su depresión. Al
contrario, la agravan. Cuando sufrimos síntomas depresivos, la realidad se vuelve
oscura, no vemos el horizonte y, si lo alcanzamos, es tan negro como nuestra
realidad. Nos sentimos impotentes, indefensos e incapaces, desistimos de cosas
que antes podían parecernos fáciles y evitamos cualquier otra tarea desconocida,
pues anticipamos fracaso en casi todo lo que suponga un mínimo reto. En nuestro
estado de ánimo predomina la tristeza y la melancolía, y vemos nuestra vida como
un lastre que hemos de arrastrar. A veces incluso podemos perder la capacidad de
sentir emociones y afectos, y la relación social se va abandonando poco a poco.
Sentimos la vida como difícil e incluso insoportable, y podemos atribuir éxitos a
cualquiera antes que a nosotros mismos. Vamos a ver el vaso de nuestros intentos
siempre medio vacío. Ante este panorama, lo que nos rodea se convierte en un
problema del que huir, así que la actitud del depresivo se traduce finalmente en
una renuncia a todo aquello que no puede —o cree que no puede— abordar, y que
poco a poco va siendo casi todo.
Cuando vemos a nuestro amigo con depresión, podemos sentir impotencia o
incluso rabia, pero en cualquier caso la tendencia más frecuente, dados los
parámetros de nuestra educación, consiste en intentar que nuestro amigo se
anime, salga, muestre alegría… y por supuesto intentar describirle —como si él no
lo supiera ya— lo bonito de una vida… que no es la suya. Le ayudaremos mucho
mejor si empatizamos con él y:
—Reconocemos que su vida es realmente triste: no intentemos convencerle de lo
contrario. La vida a veces ES muy triste. La felicidad no está en conseguir evitar la
tristeza, sino en aprender a incorporarla y gestionarla adecuadamente.
—Intentemos dibujarle un panorama realista: estás triste y deprimido, has
renunciado a resolver tu impotencia y a todo aquello que antes te producía placer
o satisfacción.
—Respondamos a sus quejas como un espejo: dado que es cierto que él se siente
triste y abatido, podemos decirle que lamentamos que su vida se haya convertido
en algo tan duro de sobrellevar. Esto le transmitirá un sentimiento de comprensión
por nuestra parte que le hará sentirse entendido y acogido.
—Esta actitud reducirá su sentimiento de autoextrañeza y por tanto minimizará
las quejas, que podrán perder sentido paulatinamente, dado que percibirá que los
demás le entienden.
—Evitemos forzarle a hacer cosas que supuestamente le alegrarán la vida, pues
esas decisiones solo podrá tomarlas él de acuerdo con sus posibilidades, no con las
nuestras.
—Podremos animarle a visitar a un terapeuta, si bien esta decisión solo podrá
tomarla una vez que haya tocado fondo, es decir: que sienta que ha llegado al
punto en que él ya no puede intentar nada más, o bien que lo que él mismo pudiera
hacer le genera una fantasía de incapacidad suficiente para no seguir intentándolo.
Dejémosle, por tanto, sentirse mal para que pueda sentirse mejor.